La unicidad de los Estados Intermedios. Por Winston Morales Chavarro



La unicidad de los Estados Intermedios

Winston Morales Chavarro
Poeta
Docente Universidad de Cartagena
Colombia.


Un sabio de la antigüedad afirmaba que la mejor manera de llegar a un puerto seguro es transitando por el medio, alejado de los márgenes, equidistante a las orillas.
Este axioma me recuerda  uno de los principios esotéricos planteados por el padre de todas las filosofías y religiones, Hermes Trismegisto: Nada se contradice. Todo interactúa.

Podríamos afirmar que esos estados intermedios son los estados del equilibrio, de la correspondencia infinita, del matrimonio entre el cielo y el infierno, citando a William Blake. El hombre en su esencia es equilibrio, unicidad, complemento. Y en esa unidad es ángel y demonio, luz y oscuridad, fealdad y belleza, enfermedad y salud. Ya lo dijo Rilke: Todo ángel es terrible.

El conocimiento cultivado en el alto Nilo, heredado por los sumerios, los persas, y luego por los griegos y los romanos, se instala en la tradición esotérica de muchos pueblos, muchos sujetos sensibles, para quienes las categorías no existen, para quienes el tiempo, el espacio, los territorios, son invenciones humanas, constructos mentales que en lugar de ampliar el panorama lo achican, lo reducen, lo limitan.

Ese es el camino de los estados intermedios, un camino transitado por Gladys Mendía en su alcohol, en su borrachera simbólica (embriaguez esotérica). Gladys, como yo, ama los estados intermedios, los estratos de la madurez ultrafísica o extrafísica, de la madurez supraespacial, aquella que no sabe de especificidades ni de concitadas presencias; El alcohol de los estados intermedios es un diálogo con lo sublime, lo elevado, lo sagrado. Casi se entra en un éxtasis poético (Gladys puede dar certificado de eso), una revelación ecuménica por donde se observan las cosas ocultas, los estados intermedios de la materia, el tiempo (si es que existe), el vacío, las partículas subatómicas. Su poesía, su alcohol, es un libro cuántico, amalgama de física, filosofía y poética (raíces de todo gran poeta: Hafiz, Basho, Kobayashi Issa, Tagore, Nerval, Yeats, Ramos Sucre, Dávila Andrade, Carlos Obregón, Jaime Sáenz).

Da la sensación –y no es sólo impresión-  de que Gladys, a través de su borrachera metafísica, posee la virtud, la esquiva virtud, de la Ubicuidad.  La vemos en el medio, pero también en una orilla y en la otra. Poseedora de un equilibrio, es capaz de pasearse por las antípodas, por los polos, en apariencia, opuestos. Entonces su ubicuidad la ubica en los incendios, en las cenizas de un incendio que todo lo alumbra:

pero veo todo derretirse en sombras   pero veo todo derretirse corriendo
en el túnel intermitente los ojos parecen girar dar vueltas de ruleta  
las ventanas del túnel te permiten cosas   asómate a la ventana

¿De qué ventana nos habla Gladys?  ¿De qué lejano túnel nos dialoga su poesía? La poeta es casi una prestidigitadora; empuña sus bártulos y su baraja española y transita un camino de fuego elevado. Esa ventana y ese túnel permiten una mirada desnuda, desprovista de razón. Su poética reclama un nuevo paradigma, un confrontar la veracidad, la objetividad, el intelecto. Su poesía se constituye en un nuevo orden, quizás el original, el prístino orden de la entropía:


destejer   hay que destejer  acabar con el rito 
la voz se construye mientras arde fríamente 
el intelecto es caricatura
el viaje se ha iniciado   la desarmonía de las partes
la llama de las partes   la fragilidad de las partes  
lo tóxico de las partes amamanta a la voz


Gladys sabe, intuye, que lo tóxico está en las partes, en las separaciones, en el fragmento. No hay partícula sola, no hay electrón distinto en el organismo. La física nos habla del mismo electrón para todos los cuerpos, para todos los objetos. Gladys, en esta poesía de los fractales, de la cuántica, del principio de incertidumbre, nos recita una realidad última (primera), un suprasentido capaz de situarse en medio de ninguna parte, aludiendo a J.M. Coetzee.

Ese suprasentido le permite abarcarlo todo, respirarlo todo, degustarlo todo. Por obvias razones desteje el rito, lo acaba. Para ella el camino debe ser el menos transitado, el menos común, lejos de lo convenido, de lo pactado por la mente y la “lógica” humana. Su poética no es de lógicas, de razonamientos, de elucubraciones sesudas. Su estro fluye, tiene su propio ritmo (todo vibra, diría Hermes, el tres veces grande). Y en cada verso se robustece una mirada, una lógica otra, amparada y emparentada en el todo, en la unicidad de los estados intermedios:


sólo somos parpadeos con nombres confinados y finados
nombres repitiendo los mismos incendios 
caen los pedazos de piel  mientras caminamos y conversamos
y comemos y dormimos  se nos hace cenizas el nombre 
todo arde sin saber   pero a veces uno sabe o sueña que sabe 
se sabe parpadeo   torpe en el viaje  repetitivo en el dibujo
perdido en las ventanas  enfermo de tanto asomarse

Todo es “caos” en El Alcohol de los estados intermedios, entropía por descifrar. No hay orden, no hay forma, no hay sustancias. Pero en ese caos encontramos la unicidad, el vacío que todo lo contiene. En el alcohol, No hay LUZ,  tampoco  hay SOMBRAS.  No hay aridez. Inexistentes los precipicios del cielo. ¿Y si fuera la nada? Pregunta alguien por allí, ¿Si fuera el vacío que todo lo satura?

No hay movimiento en El alcohol de los estados intermedios, no hay quietud. O mejor, en esa quietud está el cambio, el movimiento, la circunferencia (cifra sin ángulos), la estática, pero también lo extático, la metempsicosis de una mujer que suele ser pájaro, árbol colmado de extraordinarios presagios:

en la caverna llueve hacia adentro  
las gotas luchan por ser gotas pero son lluvia  
la lluvia es el alcohol de los estados
intermedios   las gotas se evaporan   no hay movimiento
la caverna es el espacio sin forma 
sin forma ni claridad no hay reflejo  
pero todo arde viéndose  
el incendio es el parpadeo que esconde el espejo

Poesía cuántica. Poesía de los alcoholes. Poesía de la tierra negra y de la estrella roja.  Gladys posee su laboratorio de destrezas alquímicas, hace su conversión, conjuga sus elementos. Como el viejo Fausto, logra sus pactos, sus connivencias. Sin un ángel caído que la adiestre en las ciencias obscuras,  ella, Gladys, tiene la virtud de la omnipresencia, del estar en el ayer y en el mañana remoto–.

En su laboratorio las categorías del tiempo son constructos mentales-. Pero no sólo gravita en el tiempo (en lo que creemos es el tiempo), también se mueve por un espacio sin forma, sin dirección (poner dirección es un acto occidental). Su poesía confronta las coordenadas, discute las demarcaciones geográficas de un espacio que no posee redondez. Su poesía la hace libre, liviana, jaguar en la orilla de un borde que se difumina en la muerte y las sombras:

siento el peso del túnel  sus garras excavando
dejan la página NEGRA   el pecho no puede astillarse más
la mente toma la AUTOPISTA   subiendo escaleras en el aire
el espacio es vacío y negro cuando tengo el llanto encerrado
una luz eléctrica ILUMINA todo y me abro en el ojo del túnel.


Cartagena de Indias
Junio de 2009.



Winston Morales. (Neiva-Huila, 1969) Comunicador Social y Periodista. Magíster en Estudios de la Cultura, mención Literatura Hispanoamericana, Universidad Andina Simón Bolívar, Quito. Ha publicado los libros de poemas Aniquirona - Trilce Editores 1998; La lluvia y el ángel (Coautoría)-Trilce Editores 1999; De Regreso a Schuaima, Ediciones Dauro, Granada-España 2001; Memorias de Alexander de Brucco, Editorial Universidad de Antioquia-2002; Summa poética, Altazor Editores, 2005, y la novela Dios puso una sonrisa sobre su rostro.



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